Hernán Viera, la máquina de la halterofilia

Todo deportista es una historia de superación, y Hernán Viera reconoce que, si no fuera por el deporte, su destino se hubiera torcido hacia otro lado.

Foto: Andina

Falta media hora para el recreo. El colegio  José Quiñones Gonzales, en el asentamiento Los Almendros de Castilla, en Piura , al norte del Perú, se levanta al lado de unos árboles silvestres y una calle polvorienta.

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En la pared delantera –sin pintura reciente, a medio pulir– hay algunas pintas, algunos afiches rasgados por el viento, algún vendedor que se guarece fastidiado por el sol. 

—Yo saltaba esa pared cada vez que llegaba tarde— dice Hernán Viera . —O sea, casi siempre— y sonríe como si hubiera hecho una travesura. La pared mide casi tres metros, pero nunca tropezó. Si la puerta se cerraba, había que pasarla saltando, dirá en algún momento. 

Entonces tenía once o doce años y una vasta colección de visitas a la dirección de estudios. Además de llegar tarde, Hernán Viera no presentaba las tareas o se dormía durante la clase. «Era un alumno problema —dirá, entre risas, el auxiliar Jorge González—. Varias veces estuvimos a punto de expulsarlo». 

Viera había empezado la secundaria en ese colegio del Estado con la única intensión de ocupar sus tardes. Por las mañanas, mientras sus amigos jugaban fútbol, él juntaba agua en bidones para venderlos a sus vecinos. Porque el agua era una cosa que faltaba –que aún falta– en algunos sectores de su barrio, y porque en casa el dinero llegaba a cuentagotas.

—Cargaba cuarenta kilos fácilmente como quien juega triqui o arma un rompecabezas de cuatro piezas— se ríe Hernán Viera. —Aquí comenzó mi sueño. Y aquí estoy en mi barrio, como siempre. 
Esta tarde, hundido en una carpeta, es un escolar alto y fornido dispuesto a escuchar la clase de la maestra vida. Seis años después de aquellos días, ha vuelto al lugar donde pasó su adolescencia. Un puñado de niños espera a que él acabe la entrevista y les firme autógrafos en sus cuadernos, en sus polos, en sus brazos. 

Hernan Viera
Foto: Perú 21

Las profesoras que le enseñaron a realizar ecuaciones y las partes del cuerpo, ahora se toman selfis y sonríen, y se sorprenden cuando lo escuchan hablar sobre su participación en las olimpiadas de Río —» ¡Hernán, qué increíble!»—, y también cuando Hernán Viera se refiere a aquella noticia, que no es otra cosa que la aparición de su fotografía en el New York Times: su rostro un manojo de fuerza, sus brazos extendidos a punto de trepidar y su tatuaje, Kallpa, que significa potencia en quechua, el idioma que habla la madre de su esposa.

Hernán Viera tiene tres tatuajes. 
Además de Kallpa —y un tribal que le recorre el hombro derecho—, se tatuó los aros olímpicos diez días antes de volar a Río de Janeiro. Era el viaje que más había esperado. Debajo de ellos, una frase: «Coronados de gloria vivamos o juremos con gloria morir». Dice que allí están resumidos sus veintitrés maratónicos años. 

Todo deportista es una historia de superación, y Hernán Viera reconoce que, si no fuera por el deporte, su destino se hubiera torcido hacia otro lado. Que probablemente ahora sea otra cosa y no una promesa en la halterofilia, con más de diez medallas de oro y un récord nacional tras levantar 211 kilos que lo ubican, desde luego, como el  mejor levantador de pesas de la historia del Perú.

Aquella vez, en Río de Janeiro, Viera conoció a Rafael Nadal y a Simón Biles, comió por primera vez manicoba —un plato tradicional de la cocina brasileña— y trepó hasta el Cristo Corvado que solo había visto por láminas.

Hernan Viera
Foto: Andina

Pero hace unos años, cuando el futuro parecía lejano e improbable, cargaba bidones con agua y los vendía a sus vecinos. Una mañana el profesor Segundo Gonzaga lo vio –vio sus brazos modelados por aquella tarea doméstica– y lo invitó a un taller de levantamiento de pesas que dictaría en su colegio, durante el recreo, y que cinco meses después se disolvió porque el profesor Gonzaga, un entrenador amateur, se tuvo que ir. Hernán Viera, que ya había adquirido la técnica, de pronto se quedó solo. 

Entonces pensó que su futuro estaba en el mar. 

—¿Te gustaba el mar? 
—Sí me gustaba. Me gustaba mucho. Su inmensidad, ese azul. Es que todos somos débiles frente al mar.  

En el mes de vacaciones, uno de sus amigos lo animó a trabajar en Paita, la ciudad portuaria del norte peruano, y Hernán Viera se fue. Iba a cumplir quince años. Cuidaba barcos, trabajaba como estibador y pescador. Antes de entrenar de verdad, ya estaba entrenando: buceaba y ganaba pulmones, pasaba días mar adentro y modelaba el temple, la presión mental; recalaba los barcos hacia la orilla y adquiría potencia en sus brazos.

No empezó en un gimnasio moderno, ni en una escuela de levantamiento de pesas: se formó en altamar y en el muelle, desarrollando su fuerza con otros pescadores, esas máquinas de resistir, de extrañar, de labrar la paciencia a punta de sol.  

«A Viera le gustaba meterse en todo. Resistía mucho a su corta edad. Resistía como viejo, y aprendió a temerle al mar», cuenta el pescador José Fiestas, con cierto respeto. 
Viera aún le teme al mar. 
«Sentía que un monstruo iba a salir en cualquier momento y me iba a comer», dice.

Hernan Viera
Foto: Andina

En septiembre de 2006 ganaría su primera medalla de oro. Pesaba 56 kilos y podía levantar el doble de su peso. Participó en la competencia para demostrar(se) que podía. «También me seguía dedicando a pescar. Solo a veces entrenaba durante esos dos años –nadaba, corría–, pero extrañaba las pesas, así que un día me di una vuelta por la Liga de Piura y me di con una sorpresa», cuenta. Era diciembre de 2008. 

El entrenador cubano Pedro Cadierno lo estaba buscando porque, gracias a sus condiciones, Hernán Viera estaba incluido en la nómina para integrar la selección sub 17. «No la pensé; viajé porque quería competir». Dejó el mar, entrenó durante tres semanas y ganó un Campeonato macroregional, el pase definitivo a la Selección Nacional. 

«Yo siempre digo que el profesor Cadierno es como mi padre. Él me dijo: tú ganarás y gané. Él me dijo: tú llegarás a las olimpiadas y llegué. Él me dijo que rompería récords y rompí». Hernán Viera se recluyó en el Centro de alto rendimiento de Chiclayo y allí, dice, su vida cambió. Tuvo lo que no había tenido: se hundía en el sopor de un colchón confortable, comía más de tres veces al día, se suplementaba, entrenaba, tenía su propia habitación, su propio clóset, su lavandería. Se dedicaba a entrenar, estudiar y dormir, la rutina de todo deportista.

En 2009 viajó a Chile a competir, pero regresó con una fractura en la muñeca que lo mantuvo dos meses enyesado. Cargaba 90 kilos de arranque y 120 de envión. Tenía 16 años. Su avance, de pronto, fue brutal: dos meses después hizo 119 kilos de arranque y 150 de envión. 
Empezaba a hacer historia. 

Solo en 2010, Hernán Viera alcanzó la avalancha de reconocimientos: ganó el oro en los Juegos Panamericanos, nueve medallas de oro en otras competencias, rompió 42 récords nacionales y fue reconocido como el mejor deportista del año. 

Al poco tiempo nació Emmy, su niña, en quien piensa cada vez que compite. Hernán Viera piensa en ella, dice, para atenuar la idea de peligro: sabe que podría fracturarse las lumbares y quedar inválido para siempre, romperse las muñecas o doblarse los brazos, incluso las piernas, perder el equilibrio y caer, que las venas les pueden detonar. 

Emmy, su niña, es entonces una imagen dulce cuando levanta pesos descomunales. En diciembre de 2010, Viera viajó a Cuba a entrenar para las olimpiadas. Estuvo allí durante tres años. A veces, desde el malecón, miraba el mar de La Habana. El cielo azul. Las olas que envuelven las rocas en un vaivén galopante. 

Viera, dedicado a un deporte rudo, casi marcial, un deporte que es vigor y corpulencia, solo extrañaba darle un beso y acariciarle la cabellera. «Es mi inspiración», suspira. El hombre más fuerte del Perú tiene una revancha y se llama Lima 2019 . «Es la oportunidad para que el mundo conozca al Perú. El hecho de que los Juegos Panamericanos se realicen aquí cambiará el deporte nacional», ha dicho. 

Hernan Viera
Foto: Andina

Hernán Viera reconoce que si no hubiera sido deportista, estuviera en altamar. Lejos. Pero, por suerte, es ese que va ahí. 

Suena el timbre del recreo. Hay bullicio en el patio del colegio. Ahora son más niños los que esperan autógrafos y fotos. Y Hernán Viera aún siente que es un sueño. «Nunca pensé llegar hasta donde estoy. Me ha costado mucho», dice, sentado en esta carpeta polvorienta en un aula de la segunda planta. Juega con su celular. 

Por estos días, una empresa de suplementos deportivos acaba de firmar un contrato con él. Es uno de los muchos auspicios que viene recibiendo [lo auspicia Besco, Rudem, Universe Nutrition, entre otros). Pero hace unos años, Viera pedía apoyo en empresas privadas y hasta al Gobierno Regional. «Me dijeron que debía esperar tres meses para que se gestione la compra de unas vitaminas — dice y sonríe—, ahora por fin me valoran». 

orque son otros tiempos. Porque si las puertas se cerraban, había que saltarlas. Desde que su fotografía apareció en el New York Times , los medios nacionales no han dejado de dedicarle páginas completas a su historia. Esta tarde, sin embargo, solo quiere terminar la entrevista y salir al recreo. Hernán Viera es ese que va ahí. Ese que, antes de que una mancha de niños se lance a sus brazos, dice muchas gracias, amigos, y los envuelve con rígida ternura.

Fuente: Perú 21




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