Las reformas correspondientes no abordan la informalidad expansiva que, pese al crecimiento económico, predomina en todas las áreas de nuestra sociedad. Necesitamos reformas políticas para los informales.
La agenda reformista ha sido capturada por el sector progresista, generando así un cortocircuito entre los pilares de la economía de mercado y las reformas de “segunda generación” estatistas. Por ejemplo, la descentralización se diseñó desde ONG de izquierda limeña y en vez de poner énfasis en la capacidad de recaudación subnacional, se obsesionaron con presupuestos participativos y consejos de coordinación con la “sociedad civil”.
Se privilegió la redistribución para provincias a partir de la recaudación capitalina. Ese tipo de sesgo se repite en otras áreas. Necesitamos reformas políticas que no acaben generando más informalidad, que rompan con el mercantilismo criollo y que sintonicen con nuestra economía de mercado.
Un ejemplo lamentable que articula los dos puntos indicados: el financiamiento público de los partidos, es el circuito de reformólogos locales que impulsó la idea-fuerza de que el financiamiento privado de la política genera desigualdad entre los competidores y que, por lo tanto, solo el erario nacional debía financiar a todos los partidos.
El grave problema de dicha reforma es que el predominio del financiamiento público de los partidos, en una sociedad mayoritariamente informal como la nuestra, genera una cancha dispareja. Mientras que el sector formal de la economía no puede financiar la política, el sector informal/ilegal sí se las arregla para hacerlo.
De esa manera, las mafias patrocinan candidaturas exitosas y toman el poder. El poder político que han ganado la minería informal, el narcotráfico, las universidades de dudosa calidad, las mafias del transporte público, entre otros, se potencia a partir de una reforma de financiamiento político ideológicamente sesgada y con un diagnóstico del problema estructural fatal.